Una dulzura entre crespones - Pregón, Semana Santa 2019

Teodoro García Egea

Te juro que anduve buscándote.

Un año tras tus pasos, buscándote en los recodos más escondidos del alma.

He recorrido todas las sendas con la esperanza de encontrarte de improvisto.

Te lo juro: tanto te he añorado, que se me saltaban las lágrimas.

He aventado entre azahares, para dibujarte con las filigranas de sus aromas.

He tanteado las entretelas de mi vida, para buscarte, aunque sólo sea en el recuerdo.

Pero la memoria es frágil.

He preguntado a los pintores y poetas, a las olas mediterráneas que encofran rumores de tu venida.

Pero apenas contestan.

Balbucean palabras inaudibles, palabras de un idioma que no entiendo, palabras que sólo se hablan en primavera.

He preguntado a las cancelas de las parroquias, creyendo verte allá donde coloreas vidas y sacramentos.

Pero nadie respondía.

¿Recuerdas cómo nos encontrábamos, día a día, en los años de mi infancia? Qué grande me parecías.

¡Qué continental ahora! Cómo escuchaba tu voz… la sentí aniñada, como yo, anidando en lo más hondo del alma, floreciéndola.

Yo lo recuerdo día a día.

Las voces de la vida adulta no pueden acallar el recuerdo de esa voz de infancia, que es voz que salva.

Porque sí, querido, de Ti aprendí siendo niños que hay voces que salvan hasta cuando callan: esa mirada de la madre que brama un te quiero, esa sonrisa del padre que besa y clama una caricia con las palabras silenciosas del alma.

En los arenales y en las playas, en las viejas casas, te he buscado sin encontrarte.

He andado todos los caminos de esta querida España, buscándote, ansiando la epifanía cotidiana de tus manos agujereadas.

Te he buscado… ¡y estabas aquí, en esta flor mediterránea, en este amor por la tierra murciana! SALUDOS.

Excmo y Rvdmo.

Sr.

Obispo de la Diócesis de Cartagena Ilmo.

Sr.

Alcalde de Murcia Sr.

presidente del Cabildo Superior de Cofradías de la Semana Santa de Murcia Excmas e Ilmas.

Autoridades, civiles, militares y religiosas; Srs.

tenientes de Alcalde y Concejales del Ayuntamiento de Murcia; Señoras y señores presidentes y Hermanos Mayores e las Cofradías y Hermandades murcianas, Nazarenas y nazarenos de nuestra Semana Santa, Señoras y señores, buenas tardes.

Se presenta ante ustedes un hijo orgulloso de esta tierra.

Se presenta con la boca y el alma en riadas de alegría.

Se presenta este hijo de la tierra murciana con la palabra alta, bien alta, porque es el amor profundo a nuestra tierra de donde nace, porque es el amor por nuestra tierra lo que la eleva.

Antiguamente, el pregonero era el responsable de dar a conocer las nuevas al pueblo.

Recorría sendas y caminos, plazas y villas anunciando al gentío congregado las nuevas que se avecinaban.

Era el suyo un deber esencial.

Igual que lo es el mío hoy, y el de todos los que me han precedido.

Espero, querida Encarna, estar a la altura.

Si hay una Nueva que se nos avecina, si hay una noticia que pende ya en el aire, esa es la de la Muerte y Resurrección de Cristo.

Así que estad prontos, murcianos, estad atentos que apenas quedan días.

Prontos, murcianos, estad prontos que está ya próxima la auténtica primavera y la muerte hecha vida.

Qué nada se mueva.

Que temple el aire su camino y callen los pájaros sus gorjeos.

Prontos, murcianos, estad prontos, que Cristo ya llega.

Poco a poco y sin darnos cuenta, otro año ha pasado y nos vemos frente por frente, con el mayor misterio que adoramos los cristianos: el misterio de la muerte vencida.

Pasan los días, y la luz se reblandece casi tanto, que parece estar al borde de ser lluvia.

Pasan los días y las calles se visten de fiesta, se engalanan los balcones y las almas saltan y las familias, plenas de alegría por la esperanza de la Vida, preparan sus monas.

Desde hoy, contemplamos la muerte.

Ese es el sino de esta Semana Santa.

Contemplamos la muerte, pero no nos lamentamos.

Contemplamos a Cristo, su llaga del costado.

Pero no nos lamentamos, porque hay en la llaga del costado todo un mundo que se derrama, todo un mundo que se vierte sobra las hechuras del alma.

No nos lamentamos, porque hay en la llaga una constelación de abrazos eternales, de abrazos eternos de padre, de abrazos como los de esta tierra a su Semana Magna, antes de la entrada de las fiestas de Primavera.

No nos lamentamos, porque hay en la llaga un fuego que arde.

Y a él corremos estos días los murcianos, para calentarnos.

A esa llaga nos acercamos, ansiando nacer en la sangre que se derrama, ansiando beber esa agua que sólo podemos beber los murcianos: agua dulce del costado; agua salada del mar mediterráneo.

Cada Cuaresma, cuando empiezan los obradores a perfumar las calles con ese dulzor de azúcar quemada e ilusiones que coronan la carne, la memoria empieza a galopar como un caballo de fuertes ijares que recorre los caminos grabados a fuego en el alma.

Tan bravo es el galope, que la memoria se cansa, que la memoria se fatiga y llega a estos días agotada.

Esa abuela que no está; ese padre que se ha ido.

Esa madre que disfruta ya de los frutos de la Muerte de Cristo… Los rostros se amontonan en la boca del alma.

Cómo quisiéramos tenerlos hoy aquí, con nosotros, para plantarles dos besos como dos rosales en lo alto de las mejillas.

En mi mente se dibujan los instantes como acuarelas de luz acuosa, de esa luz húmeda que nace de lo profundo del mar que baña nuestra tierra.

No esperen de mí grandes disquisiciones teológicas.

No soy más y así es como estoy ante ustedes, que un hijo de Murcia que tienen enhebradas en sus retinas las escenas, bocetos y olores de una Semana que nos anuncia lo más grande, la nueva más venturosa de cuántas jamás haya escuchado la Humanidad: ¡Cristo vive! Quizá haya quien no lo entienda.

Que no entienda que nosotros, la Semana Santa la vivimos cómo se viven las costumbres del hogar; sus olores, su manera de poner la mesa, la celebración de momentos importantes.

Cada casa, cada familia tiene su forma de hacerlo, aunque todas, en esencia, sean la misma.

Por eso, mientras que sería imposible ver a un portapasos del San Pedro comerse una mona bajo el trono; sería inconcebible para otras ciudades, llenar de huevos duros sus calles.

Las tradiciones, queridos amigos, son particulares y universales al mismo tiempo.

Esa es su magia.

Ahí reside su fuerza.

Cada familia, cada barrio, cada ciudad, tiene las suyas propias, moldeadas por el lento discurrir de años y vidas.

Pero todas comparten una misma naturaleza, todas son como una firma que rubrica nuestra propia humanidad.

Quizá, haya quien no entienda que nosotros celebremos la Semana Sana con ese sentir de fiesta, de encuentros familiares, de calle vivida.

Puede que no lo entiendan porque no saben que nosotros celebramos la Semana Santa, sabiendo lo que tras ella sucede: la Resurrección, la gran esperanza.

El dolor por la muerte del Cristo inocente que se entregó es para nosotros un dolor esperanzado: sabemos que la muerte, como dice el canto, no es el final.

Desde el Domingo de Ramos hasta la Pascua de Resurrección, nace en nosotros los cristianos, unos aires frescos, un sentimiento nuevo, un clamor impetuoso por la vida triunfante que, sabemos, nos llegará.

Y aunque sea la nuestra una Pasión de talla de madera y trompetería; de calles llenas y almas encogidas por la emoción, en el fondo, todos tenemos nuestra Semana Santa.

Todos la vivimos de forma particular y especial.

Yo, por ejemplo, no soy capaz de diferenciar la magnífica talla de José Capuz de la de Salzillo sin que Antonio Gómez Fayrén o Rafael Cebrián me ayuden en dicha tarea.

No soy experto en escultura como tampoco tengo el don de saber combinar los colores de las flores que adornan magistralmente los pasos.

No me considero con el conocimiento suficiente para poder decidir sobre la mejor disposición de los elementos procesionales.

Para mí, desde que tengo consciencia nazarena, la Semana Santa es música.

Hace más de 25 años, por estas fechas, llegó a mis manos una cinta con marchas procesionales.

Fue la primera vez que escuché esos primeros acordes del “Cristo del Perdón” que te sitúan en cualquier noche de la Semana de Pasión.

Fue la primera vez que llegaban a mis oídos esa melodía inconfundible de “Mater Mea”.

En mis interminables viajes semanales a Madrid siempre había hueco para escuchar a Nuestro Padre Jesús o La Madrugá.

No importaba que el termómetro marcara 40 grados a la sombra y fuera un junio abrasador o que atravesáramos La Mancha a -4 grados en pleno enero, la música de la Semana Santa siempre ha sido atemporal para mí y creo que un poco para todos nosotros.

Ricardo Dorado, José Vélez o Gómez Villa son compositores que han marcado nuestra forma de entender los días de Semana Santa.

Cuando vemos el tumulto del desfile procesional a lo lejos, lo primero que llega a nuestros sentidos es la melodía lejana de Jerusalem.

En ese momento, se impone el paso ligero para conseguir disfrutar del desfile con esa inconfundible melodía de fondo.

Si la Semana Santa es única es en gran medida por la música.

Uno puede admirar las magníficas esculturas en sus iglesias o museos, puede revivir momentos importantes de nuestros desfiles que quedaron grabados a su paso por Belluga, pero la música en directo mientras desfila la procesión es algo único.

Algo que sólo pasa cuando pasa la Semana Santa.

Me siento honrado cuando la vivo como estante, disfruto cuando la veo pasar como un murciano más, pero nada comparable a participar poniendo sonido a las frías noches de la primavera murciana.

Durante todo el año me acuerdo de esas horas en las que el tiempo se detiene y soy uno más dentro de la banda del Cabezo de Torres.

Aunque en Murcia, es el Viernes cuando inauguramos esta concatenación de emocionadas jornadas, para mí tengo que la Semana no comienza el Viernes; ni tan siquiera en nuestra hermana Cartagena y su pronta procesión de madrugada.

Para mí, como para muchos de nosotros, la emoción, el pellizco en el alma ha comenzado hace días, cuando el sacerdote, imponiéndonos la ceniza, nos recordaba una Verdad que sería terrible si no fuera una Verdad de Dios; esto es: una Verdad nacida del amor.

“Polvo eres y en polvo te convertirás”.

Con estas palabras del Génesis, todos lo sabéis, se inicia la Cuaresma.

Una Cuaresma que siempre recuerdo y recordaré como esa primera misa de viernes, a las siete y cuarto, en la capilla de los Vélez.

Una cita obligada y que siempre, siempre, me sorprendía.

En esa capilla, los viernes de todo el año no reuníamos un grupo de amigos para asistir a la celebración.

Todos esos viernes, da igual la fecha, son para mí viernes de precepto, un precepto particular con el que preparar la Semana Santa.

Cuando regresaba desde Madrid los jueves, solía pasar los viernes en Murcia.

Y daba igual que fuera enero que septiembre, semana tras semana esta cita iba transformándose; poco a poco, tan lentamente como el tiempo que pasa cuando deseamos que algo llegue, iba tomando aromas de incienso, hasta desembocar en las tan especiales de los viernes de Cuaresma.

Estas palabras del Génesis con las que comenzamos la Cuaresma, nos recuerdan nuestra naturaleza.

Por eso, estos cuarenta días, igual que aquellos que Cristo pasó en el desierto antes de comenzar su vida pública, son tiempo, para mí, de renuncias, de propósito y entrega; es tiempo de esperanza que culmina en la Semana que comienza un Viernes de Dolores.

Un tiempo que para mí, es tiempo de lectura.

Los libros siempre han ocupado un lugar importante en mi vida, y en especial, durante estos cuarenta días que nos separan de la Semana Santa.

De entre todos los títulos, hay uno que marcó mis días de Pasión y su preparación previa: “El regreso del hijo pródigo.

Reflexiones bajo un cuadro de Rembrandt” de Nowen.

Lo he leído y releído y también lo he regalado a mis buenos amigos, que es lo que se hace con los buenos libros y sobre todo, con los buenos amigos.

Bajo la imagen el cuadro de Rembrandt en el que aparece el Padre abrazando al hijo pródigo con el hijo mayor, observante, Nowen diserta sobre la parábola del hijo pródigo.

Unas reflexiones que creo, vienen al caso.

La Cuaresma se parece a ese regreso que comienza el hijo pródigo cuando, malgastada su herencia, emprende el viaje de vuelta a la casa de su padre diciéndose que en ella como siervo estará mejor que fuera como hombre libre.

Se lo dice, y se lo dice mal, porque aunque hay arrepentimiento, no es un arrepentimiento a la luz del inmenso amor de un Dios que perdona.

En la misma escena, el hijo mayor.

Él ha cumplido las normas, mientras su hermano dilapidaba la herencia, ha permanecido junto a su padre.

Al escuchar la alegría por la llegada de su hermano se sintió mal.

No se alegró, no participó del regocijo por la vuelta.

Pensó que él nunca había tenido una fiesta como aquella.

Pensó que aquel que se marchó no era merecedor de tal reconocimiento.

Pensó y pensó mal.

Su pensamiento desveló que estaba como esclavo en casa de su padre, no por convicción ni libre ni voluntariamente.

La obra de Rembrandt nos muestra en el fondo, a dos hijos perdidos.

Uno que se marchó buscando libertad lejos de la casa de su padre y otro que, aunque se quedó, permanecía lejos.

La Cuaresma y la Semana Santa son una ocasión especial para descubrir que en ocasiones somos ese hijo menor que necesita volver a casa del padre, devolver a ese amor desinteresado que nos acoge.

Pero también para alejar a ese hijo mayor de nuestras vidas, alejarnos de creer que sólo con respetar unas normas hemos cumplido.

Hoy, que fundamos, como cada año, nuestra gran esperanza, vienen a mi memoria, esa mañana que amanece ligera, como un niño nervioso ante una inminente sorpresa, en la que los nazarenos del Amparo, van, poco a poco, muy poquito a poco, lanzando su convocatoria al viento: ¡la Semana comienza! Es Viernes de Dolores.

Sus túnicas de terciopelo azul, alfombran la vista desde el Cielo, van trazando el camino a la Madre, a la que tanto veremos sufrir estos días, con su pecho atravesado, y a su Santo Hijo, tendido, según el arte inmortal de Salzillo.

En San Nicolás se funda nuestro tiempo.

Entre saetas vigorosas, llenas, y oraciones de toreros que se entregan al señor del Gran Poder, tan ligado a nuestro querido Gonzalo Barnés, para que los embeba en su chicuelina de ternura y los proteja con los vuelos de su santa muleta.

A San Nicolás siempre volvemos, aún desde la distancia que la vida nos imponga, siempre hay un recuerdo, un eléctrico sentimiento que, cada Viernes de Dolores, nos transporta al interior del templo.

Las túnicas de los hermanos del Amparo en las calles dan comienzo, como si se inaugurara de nuevo, al relato de la Pasión que desde hace años escribimos cada Semana Santa los murcianos.

Con fidelidad a la Iglesia y sus enseñanzas, pero trazando dibujos nuevos.

Y los niños, en la procesión del Ángel, que han tenido también su pregón, llenan las calles de la alegría de la infancia, de su ternura incólume.

Este cortejo es la prueba no sólo de que en la Semana Santa también se debe innovar, sino que, además, debemos hacerlo si queremos que nuestra hermosa tradición se perpetúe por los siglos de los siglos.

Amén.

Y cuando el Viernes se apaga, ya cumplido el encuentro, agotado por la emoción, pidiendo un descanso merecido, amanece un Sábado.

Recuerdo una tarde de sábado en la que, mientras posesionábamos por Trapería, el director de la Banda del Cabezo de Torres dio paso a una marcha: Semana Santa Ciezana.

Yo busqué, ansioso, con sudores fríos, entre mis partituras esa magnífica obra del maestro Gómez Villa… No les exagero si les digo, que por momentos me sentí desfallecer.

De repente, el INSTRUMENTO pesaba más de lo normal; mis pulmones quedaban sin aire y mis rodillas temblaban en un entrechocar de huesos.

Pocas veces he vivido una tensión como aquella… pero de repente, en medio de mis nervios, comenzó a sonar ese solo de trompeta.

Se calmó mi cuerpo, se relajaron mis músculos y mis huesos no temblaban.

Aquellas notas dibujaban en mis ojos, como acuarelas pintadas al viento, los recuerdos, de mi vida cofrade.

El día amanece, para mí, en San Miguel, en esa procesión tan familiar, tan breve y tan hermosa que yo llamo de Don Silvestre.

He tenido el honor de poder ser el estante de la Virgen Dolorosa y los Santos Pasos.

Un honor que le debía a la Madre después de coger, bajo su altar, mi boda y el bautizo de nuestra hoja.

En la iglesia de los Capuchinos.

Allí, con ese aire que los hermanos de San Francisco infunden a todas sus obras, se gesta, se modela y nace este día de túnicas marrones.

Nace tarde, a las seis de la tarde, a la hora de Vísperas que en Murcia, por un día, no conmemora el descenso del Señor, sino su Crucifixión, según los hermanos del Cristo de la Fe, tan escorzado, tan distinto a la estética del resto de pasos.

Pero en su escorzo no se retuerce.

Sufre por el dolor, pero no se contorsiona por él.

Tengo para mí, que cuando Antonio Dorrego lo realizó, lo hizo pensando en la Eucaristía; en el fondo, en el madero, Cristo no se retuerce, se ofrece: es ese Cordero apocalíptico, ese pan y ese vino que saciarán a quienes lo prueben.

¡Cristo es Eucaristía en la talla de Dorrego! No muy lejos, la Caridad comienza a dar sus pasos de un dolor intenso, de un dolor lacerante.

Jesús llorando en el huerto de Getsemaní unas lágrimas que nos salvan, que son nuestras propias lágrimas.

Cristo, apaleado, con la espalda descarnada, recibiendo los daños que a nosotros estaban reservados.

El Señor coronado de espinas, clavando en su frente una diadema de sangre y muerte, para darnos a nosotros el nimbo de los santos.

Y el Señor cargando con nuestra Cruz: que son nuestras faltas.

Y atrás, como invitándonos a fundirnos con ella en su actitud contemplativa, la Verónica, graciosa mujer que vio y vivió el dolor del que otros rehuyeron.

Y San Juan, a quien el Señor tanto amaba y la Madre, esa Madre que es hogar, y hoguera en noches frías.

Y un Señor, tendido, el Cristo de la Caridad que nos grita: Deus caritas est! Sonido de campanas.

Toda la ciudad es un bronce pesado que se balancea grácil y ligero, como si en verdad estuviera hecho de espuma de mar, para anunciar a los murcianos que sí, que ya comienza, que ya está Cristo preparado entre palmas, para alcanzar las penas del Calvario.

La campanería de toda la ciudad ya está repicando en sones de alegría: Es domingo y los nervios no se contienen, ni siquiera los campaneros, tan comedidos ellos en su oficio milenario.

Los niños mueven sus palmas agitados en los oficios; el Cabildo catedralicio dirige la procesión alrededor del templo y en la ciudad se respira un aire de expectativa: las calles se hinchan….

¡Para esto nos hemos estado preparando! Para esto vivimos: para este Domingo de Ramos que refleja, como se tituló el clásico de la espiritualidad, el valor divino de lo humano.

Será verde este día; siempre es verde, ese verde de túnica que a ningún otro se parece, la vista de quien se sabe esperanzado.

Cristo, bajo la fronda del olivo, bendice a los niños con su mano.

Nos bendijo a nosotros cuando por primera vez, con esos ojos tiernos de la infancia, aún en los brazos de nuestras madres, lo vimos aparecer; bendice ahora a nuestros hijos y los miramos mientras pasa, y vemos en su mirada que descubre cada día el mundo, en sus diminutas manos, en su piel rosada por la emoción, la razón real del valor de la vida.

Un clamor de palmas que aventan las esperanzas y los sueños, las ilusiones mundanas que nos lanzan, a la Esperanza del cielo.

Un clamor de palmas que van abriéndole el camino a un Señor que no quiso grandes caballos ni corceles poderosos, sino un humilde burrito.

Y tras él, la Madre de nuevo.

Siempre la Madre.

Tallada con mimo por Salzillo, hecha cofre de perdón y amor, por el genio hace ya siglos.

Pero no nos olvidemos, no obviemos nunca a María la de Magdala.

Su conversión nos invita a la nuestra.

Qué hermosura de rostro, qué delicadeza de mirada.

Cuando yo, como todos, resucite en el Amor, también querré que ella sea la primera en verme.

Y cuando haya de arrepentirme, como todos habremos de hacer, quisiera hacerlo como el San Pedro de Salzillo que en Domingo de Ramos va mostrando de la mano de Tomás Parra, a un mismo tiempo, la fragilidad del hombre y su fuerza.

Y quiero mirar al Cielo, como mira el Señor de la Esperanza, clamando, clamando por el tiempo venido, por la hora consumada.

Es prácticamente imposible que uno pueda vivir todas las Semana Santas que se celebran en España.

Menos, si le toca en gracia una mujer a la que el olor a incienso, el velón que se derrama o las noches de penumbra entre callejas, no le dicen nada y apenas se acerca el Domingo de Ramos, corre por irse a Punta Cana.

Gracias a Dios, y nunca mejor dicho, yo he tenido la inmensa gracia del Cielo de casarme con María José, que tan pronto como siente caer la ceniza sobre su cabeza, ya empieza a contar los días en el almanaque.

Juntos, quisimos recorrer todas las Semanas de Pasión que hay en nuestro país, aún a sabiendas de que un propósito así es difícilmente alcanzable.

Por eso, empezamos pronto, muy pronto, a visitar el Domingo de Ramos granadino, la Madrugada Sevillana, el Miércoles Santo malagueño… Pero es tal la fuerza con la que el amor a nuestra tierra nos tiene cogido, que en cada paso, en cada trono, en cada revirá y en cada levantá, veíamos a Murcia deambular.

Murcia se nos presenta en felices apariciones allá donde vamos, allá donde los hombres alzan sobre sus hombros templados, la imagen de un Cristo crucificado.

Murcia no se agota en nuestra Región; como todas las buenas noticias, traspasa las fronteras y toma cuerpo en los rítmicos movimientos del corazón.

Y eso, queridos amigos, como bien creían los antiguos de la memoria y el recuerdo, es el primer paso de la eternidad.

Por las calles ya discurren los riachuelos de la cera nazarena; blandos un instante, endurecidos al siguiente.

Y forman una particular alfombra que cada año se forma, y cada año es diferente.

El Domingo de Ramos se nos escapa de entre las manos, en San Antolín, amanece un Lunes entretejido de vidas propias.

Las túnicas magentas van trenzadas de recuerdos, de memoria de los que ya no están, de los que, con el capuz calado, se añora desde la misa temprana hasta el momento de poner la cofradía en la calle.

La mañana ha empezado en el único lugar en el que se podía empezar.

En San Antón, besando los pies del Cristo del Perdón, que siempre me lleva a recordar Diego Avilés.

Y luego, claro, al vermut para encontrarse y prepararse para la jornada que comienza.

Las avenidas y las plazas se atestan desde primera hora para contemplar cómo Cristo desciende ante sus parroquianos santolineros, que luego le echarán el alboroque, como Dios manda, en las tabernas del barrio.

Y florecen en la tarde, rostros que año tras año vienen a alumbrar sus particulares primaveras mientras esperan ver salir al Nazareno del Perdón, a nuestro Señor del Malecón o ese Descendimiento tan descarnado.

Al Señor orando en Getsemaní, en el instante que a mí más dolor me produce de toda la Pasión, ese momento en el que Cristo pide que pase de Él el Cáliz, pero asume la voluntad del Padre.

Será juzgado, instantes después de su oración entre la los olivos, por el Sanedrín en el que mentiras, venganzas y miedos principiarán su final de entrega y sangre.

Y por donde el Lunes discurrían los afluentes de cera que acaban por desembocar en nuestra propia alma, el Martes lo hacen las largas colas penitentes de quienes quieren ver salir de su templo de San Juan a ese Rescate eterno que es el Jesús Cautivo.

Se llenará Murcia de silencio.

Será una ciudad silente, pero no una ciudad muerta.

Hay veces que el amor no encuentra vehículo mejor que la voz atajada.

Pero, ¿cómo no callar ante ese Cristo en la Cruz que los Hospitalarios ponen en las calles, para embriagarlas de la Sangre y el Agua del Divino Costado? Un goticismo enamorado el de ese Señor crucificado, un goticismo que nos eleva, otra vez.

Murcia, en estas fechas, tiene eso: que eleva y desciende a las personas, demostrándonos día a día, paso a paso, que somos espíritus encarnados.

Nuestro Padre de la Merced, su Santo Apóstol, tan joven y que tan gallardamente aguantó a los pies del Calvario, y su santísima Madre, en la advocación del primer dolor, completan este Martes, austero pero emocionado, sencillo y poderoso, creador de recuerdos imborrables.

Y si el martes tiene trazos góticos, el Miércoles Santo le pertenece al barroco.

De ese barroco prieto y expresivo, que hace plástico hasta el más insondable de los Misterios.

Desde el Lagar Místico, adoraremos la Sangre preciosísima de Cristo y contemplaremos, cómo entiende Murcia el Miércoles Santo, un entendimiento forjado en el discurrir de los años, hasta que fueron siglos y de siglos, corazones.

No hay hermosura igual en todo el Mediterráneo.

No hay hermosura como la del rostro de esa Samaritana, ni casa mejor que la de Lázaro.

En Murcia no existe el rojo; existe el colorao.

Y serán, precisamente, los coloraos los que pondrán en la calle su historia de siglos, mostrándonos cómo el tiempo cincela, lenta y amorosamente, aquellas realidades que esconden amorosas verdades, aquellas realidades que guardan a Dios.

El lavatorio que tallara González Moreno nos llama a la humildad y el perdón; la negación de Hernández Navarro, a reconocernos como pecadores.

Y el Pretorio… ¡Toda la magnificencia de Roma hecha sala de injusticia! Y Pilatos, y los romanos, y nosotros que miramos, sabiendo que cada uno de los latigazos, cada una de las ofensas, somos nosotros, en el fondo, cuando nos lavamos las manos como el romano, y hacemos como si no le conociéramos.

Pero, otra vez y otra, y otra y como siempre, Murcia hace suya la Pasión y la transforma en huertana con el popular Berrugo que atrapa entre sus manos unas habas.

Y si nos llegamos hasta el Puente de los Peligros, donde la verdad teológica y el Misterio de la Resurrección se hacen estética de cielo y ciudad, de alma y carne, vemos pasar a las Hijas de Jerusalén, que señalan con su dedo a Jesús caído.

Y pasa, cincelando el aire que lo rodea, el Cristo de las Penas, y en su vaivén de muerte enamorada, nos mece a nosotros.

Cuando cae la noche, y se recogen ya los nazarenos, de fe aquijotada, túnica y cera, vemos pasar de vuelta al Señor de la Sangre, muestra singular de la imaginería de esta tierra, pisando las uvas del lagar, derramando su sangre y un ángel, recogiendo en un cáliz, el precioso líquido del costado.

A lo que los teólogos y sabios han dedicado años y siglos de estudio, nosotros los murcianos lo contemplamos, a veces casi de soslayo, cada Miércoles Santo, siempre lucido gracias a la impronta que le da nuestro querido Carlos Valcárcel.

Recuerdo cómo, hace unos años, fijé con antelación, quizá demasiada, una subida al Tosal del Cartujo, un pico nevado de la Sierra de Granada.

No calculé bien entonces, y para cuando me quise dar cuenta, atiné en fijar la expedición en un Jueves Santo.

Se pueden imaginar cómo me sentí entonces.

Por momentos me repetía que Dios está en todos lados y que también puede rezársele a más de 3.000 metros de altitud.

Acto seguido, me replicada a mí mismo: “Sí, Dios está en todos lados, pero en ninguno como en Murcia”.

Y así anduve, dubitativo, durante días, durante semanas, hasta que me vi coronando lo alto del Cartujo.

Seis horas de marcha, frío y cansancio se habían ido acumulando en mis músculos energías.

Mentiría si no lo dijera: la verdad es que llegué agotado.

Me costó coronar el pico.

Y una vez en lo alto, contemplé durante instantes la fina belleza de aquella sierra.

Pero mi corazón no estaba allí.

Tan pronto puse pie en tierra, recorrí todos los kilómetros que me separaban de donde estaba mi corazón: el Jueves Santo murciano.

Mi túnica del Refugio me esperaba.

La vestí como quien porta una bandera, y en silencio, como manda la tradición, fui hasta San Lorenzo, en donde me esperaba el Señor.

Todo era silencio, todo penumbra en las calles.

Y mi cuerpo, agotado por la subida, recobró sus fuerzas: no hubo cansancio ni fatigado; hubo sólo silencio, acompañando al Señor, aún con la nieve granadina en la retina.

En esa iglesia de mártir, mientras espero a que iniciemos el cortejo, se me pasan por la cabeza imágenes, personas, pinceladas que conforman el cuadro de mi vida.

Recuerdo a un joven Don Alfredo cuando me confirmó en mis creencias, a mi querido padrino, Pedro Alcover y a mi querida madrina, que hoy llamo, mi querida esposa.

Durante este día, la ciudad se vuelve un inmenso monumento que custodia el Sagrado Cuerpo, la Santa Forma, para que la velemos, para que acudamos a ella con el capazo lleno de las lágrimas de todo un año, y las ilusiones y alegrías.

Las tradiciones tienen algo mágico que te lleva a redescubrirlas cada año como algo completamente nuevo.

La noche del Jueves Santo es uno de esos momentos.

Visitar los monumentos de nuestras parroquias ha sido siempre uno de los momentos más esperados de mi Semana Santa.

Sentarte frente al Monumento a pensar o leer y ver pasar la noche más especial del año en la que Jesucristo murió por todos.

He de confesar que en alguna ocasión me llamaron la atención por estar leyendo en mi teléfono móvil… pero en mi defensa diré, que sólo estaba leyendo alguna de esas reflexiones que durante esas fechas suele realizar el Papa.

Mi defensa de la digitalización alcanza también el ámbito espiritual.

Día de Jueves Santo.

Día de Cena.

Y aunque parece que este día amanece más temprano, en el fondo, siempre estamos cenando.

Despertamos queriendo cenar ese pan ácimo en el que Cristo se transfigura.

Pasamos la mañana deseantes.

Mi mujer y yo paseamos con nuestra hija, que como murciana militante, viste en durante el Jueves una mantilla y una teja que le compramos en Sevilla.

Paseamos, desgastamos la ciudad, andándola sin fijarnos en el tiempo.

Pero lo hacemos deseando que llegue la tarde, deseando que llegue el momento de encontrarnos frente por frente con Cristo en su Monumento.

En Murcia no renunciamos a presumir, aún incluso ante el mismísimo Dios, de lo que nuestra bendita tierra nos ofrece, lo que este huerta oferente pone en nuestras manos y llenamos los altares con todo lo que grana en nuestro campo, henchido el pecho.

Si en algún lugar hubo Cristo de celebrar su Ultima Cena, esa cena de sacramento y entrega, Murcia tenía que ser.

Todo tiene cabida en esos benditos agujeros de las manos; todo en esa herida del costado.

Todo lo humano pide a gritos ser bañado por esas gotas de sangre que bajan, lentas, espesas, purísimas, desde la frente de Nuestro Señor, ese Señor, no de guerra, sino de paz.

Ese Señor al que, durante días ya, vamos viendo crucificado.

Y los murcianos le cantaremos en la tarde a la puerta de la Iglesia de Jesús, remotas salves en boca de los auroros, que Adrián nos recordó en su pregón.

Voces huertanas que se elevan en una retahíla de salves pasionarias, que nacen sabiendo lo que el Viernes espera.

Voces que se entrelazan en San Agustín, pujando en el aire infinito de esa Plaza con el tañer de campanas.

Un sonido, una sinfonía del alma, que principia lo que el día depara.

Cierto sentido de lo místico, nuestra particular concepción del silencio.

La nazarenía del Cristo del Refugio, con su talla anónima y que por anónima, es de todos los murcianos, va marcando el tiempo a golpe de silencio.

Con la ciudad sostenida en la tiniebla de las luces apagadas, y las voces tenues de la coral.

Los hermanos de la Sangre, tan austeros en su cortejo, tan potentes en su silencio, sacarán a las calles a la Madre, a la Madre en su Soledad, que es una Soledad Santa, precedida por el señor en su Humillación salvífica y seguida, del Cristo del Amor, conversando con el buen ladrón.

Con ese San Dimás que tanto se parece a nosotros si lo pensamos; tan débil como nosotros, tan lleno de faltas como nosotros, pero tan esperanzando.

Nosotros también alzamos la voz para decirle al Señor: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Paraíso”.

Despido la noche como saludamos al día: con mi mujer, paseando, contemplando cómo se acaba la luz del Jueves y empieza a teñir sus hechuras de luto.

Un luto que no consigue que el cielo de nuestra tierra deje de arrancar amaneceres.

¿Qué tendrá esta tierra que hasta cuando anochece está amaneciendo? Las miradas vuelven a San Agustín.

Es día de hombros plenos de fe, que sostienen Los Salzillos.

Es Viernes Santo.

Si el barroco tomara forma, lo haría con las hechuras de un Viernes Santo murciano.

Toda la Pasión de nuestro Señor la vemos pasar ante nuestros ojos, saliendo desde San Andrés, regalándonos, año tras año, una de las visiones de mayor gozo que puede contemplar nuestros ojos, que podemos vivir los murcianos.

La Sagrada Cena, La Oración, El Prendimiento, Los Azotes, la Verónica, La Caída, San Juan y la Dolorosa….

Todos nacidos del primor de Salzillo.

Todos, puestos en nuestras calles para recordarnos el amor inmenso por el que hemos sido circundados.

En ningún lugar del mundo resuenan con tanta verdad aquellas palabras de San Pablo: hemos sido salvados a precio de sangre.

Divina y austera como el Nazareno de Aguilera, que ya nos cautivó en su ida y vuelta solemne a las Agustinas.

Cuando decae la mañana, una ligera seda de luto se extiende por la ciudad.

Cristo ha muerto y los murcianos lo sabemos.

No hace falta que leamos el Evangelio, no hace falta que nos lo digan.

Algo en el aire, algo en color del cielo, nos lo dice.

Algo se nos remueve por dentro y nos lo dice: Cristo a muerto.

Y vamos a su Santo Entierro.

Los Servitas sacan a su Ángel Pasionario, abriendo camino, como anunciando, que tras Él viene la Madre, con el Hijo en el regazo.

Tengo el honor de haber sido nombrado nazareno de Honor de esta hermandad, que también es la mía.

Tras de mí, un cuerpo sin vida, blanquecino por la muerte, ultrajado por las ofensas, que la madre acaricia, llora y baña entre lágrimas que no admiten consuelo, porque son lágrimas de una dolorosa esperanza.

Nunca el dolor de una madre fue tan hermosa y fielmente retratado como en esa María de las Angustias con su hijo muerto entre los brazos.

Y cuando han pasado, un haz de roja cruz de Jerusalén despierta.

Los hermanos del Santo Entierro, vistiendo de luto las calles de la ciudad, procesionando las hermosas tallas de González Moreno y El Santo Cristo de la Buena Muerte, que nosotros llamamos de Santa Clara la Real, tendido sobre el monte de flores, esperando a ser desenclavado, que creó Salzillo.

Y tras el enlutado cortejo, los pavos, los hermanos de la Misericordia, que nos van recordando la máxima evangélica en su cortejo: “Misericordia quiero y no sacrificios”.

Descendiendo el Señor de ese altar de muerte, la Madre de la Misericordia tras él, llenando de dulzura los crespones de la Santa Muerte.

Y el Viernes se va….

en Murcia, pero no en Cieza.

Recuerdo haber visto entrar a la Virgen de la Soledad, tan dolorida, y haber corrido hasta mi Cieza natal para acompañar a la Virgen de la Soledad que allí, en nocturna procesión, recorre las calles.

Al pie de la Cruz, María.

Al pie de nuestra vida, María.

¡Siempre María! Lo dijo el santo Papa, Juan Pablo II: España, tierra de María.

Y Murcia no se queda a la zaga: Murcia, que para mí tengo que fue formada entre jaculatorias marianas.

Recuerdo una tarde de Sábado en la que, mientras procesionábamos por Trapería, el director de la Banda del Cabezo de Torres dio paso a una marcha: Semana Santa Ciezana.

Yo busqué, ansioso, con sudores fríos, entre mis partituras esa magnífica obra del maestro Gómez Villa… No les exagero si les digo, que por momentos me sentí desfallecer.

De repente, el INSTRUMENTO pesaba más de lo normal; mis pulmones quedaban sin aire y mis rodillas temblaban en un entrechocar de huesos.

Pocas veces he vivido una tensión como aquella… pero de repente, en medio de mis nervios, comenzó a sonar ese sólo de trompeta.

Se calmó mi cuerpo, se relajaron mis músculos y mis huesos no temblaban.

Aquellas notas dibujaban en mis ojos, como acuarelas pintadas al viento, los recuerdos, de mi vida cofrade.

El yacente Cristo, según Ayala y María, Madre y Señora de la Luz, según el anónimo desconocido que podemos ser cualquiera de nosotros, nos vienen a buscar.

Siguen las huellas que hemos ido dejando toda la semana para darnos la buena nueva, la gran noticia que tanto ansiamos escuchar: ¡¡Cristo ha resucitado!! Apenas se pone el cielo su capote de noche sobre los hombros, todos ya lo sabemos.

Aquel que murió por la mano del hombre, ha vuelto del averno.

Y lo hace hecho gloria eterna, esa gloria que para nosotros ganó.

No hay mañana más hermosa en el año que esa que se vive en Santa Eulalia, esperando a ver salir el Resucitado.

Y de su santa mano nos despediremos, despediremos la Semana de Pasión cuando el Pregón de Cierre nos anuncie que queda un año por delante, un eterno año, para que vuelva Murcia a ser rosario de fe, vía crucis de caídas, pretorio, Calvario y Resurrección.

El Domingo de Resurrección tiene para mí regusto a vieja amistad: mi querido Fernando de Ayala, a su padre, Fernando también, a mi amigo Luis, a los compañeros de la Virgen Gloriosa.

Fueron ellos los que permitieron llevar sobre los hombros la buena noticia.

La gran noticia: Cristo ha resucitado.

Y hasta aquí hemos llegado, murcianos.

Más allá de esto, no hay nada que merezca realmente la pena.

Cristo ha resucitado.

¿Qué más se puede decir, qué más podemos pedir? Sólo saber que Cristo ha resucitado; que vive por encima de la muerte.

Y si silencio os pedí al comienzo; silencio me exijo ahora.

Que hay cosas que la garganta no puede describir, ni la voz pronunciar.

Nos espera una Semana en la que el luto se mezclará con la alegría.

Veremos pasar al Señor muerto.

Pero veremos, en el fondo, una dulzura, al Resurrección que vendrá, que poco a poco se va alzando entre los crespones de su Muerte.

Silencio pues, silencio para este pregonero honrado y agradecido.

Silencio para vivir la dulzura que se alza entre crespones.

Silencio, que el Señor ya está llegando.

Y la Madre tras él, siguiendo sus pasos….

Permitidme amigos que dedique esta última parte de mi discurso a la que es la madre que nos acompaña en todas nuestras penas.

Y en la letanía de las voces, y sobre el cielo teñido de luto, tintinea la esperanza en el amanecer de la nueva jornada, cimentada en la fe que endulza nuestros corazones, que de camino al descanso aletean y espejean con palabras de consuelo que siguen dedicándole a la Madre de todos, como reza el soneto...

Dame a gustar la hiel de tu amargura, hazme sentir tu pena y tu quebranto, dame a beber las gotas de tu llanto, hazme probar tu triste desventura.

Tan solo así pudiera, Virgen pura, comprender tu dolor, y apreciar cuanto siente y sufre tu pecho sacrosanto por su excesivo amor a la criatura.

Ser la Madre de Dios; verlo clavado, darle muerte con todos sus rigores el hombre, a quién Él libra del pecado.

Es sin duda el dolor de los dolores, y la prueba mayor que nos has dado de que eres el amor de los amores.

Así, tanto, con esa fuerza, con esa fe inquebrantable, aman los hijos de esta tierra a la Soledad del Sepulcro.

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