Aznar: “Debemos estar alerta ante la mala política que desprecia los límites éticos”

Hoy lunes en la Universidad Católica San Antonio de Murcia

“Pretender la existencia de un derecho al aborto constituye una mayúscula agresión a la dignidad de las personas”

“Sentimos como una herida el dolor de millones de personas que víctimas de un formidable engaño han perdido su empleo”

“Debemos exigir a quienes ocupan cargos de responsabilidad que acrediten algo más que su presunción de inocencia”

 El presidente de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), José María Aznar, ha sido investido hoy lunes, 9 de noviembre, catedrático de Ética, Política y Humanidades de la Universidad Católica San Antonio de Murcia. Aznar ha subrayado en su intervención que “debemos estar alerta ante la mala política que desprecia los límites éticos”. El presidente de FAES ha manifestado asimismo que “pretender la existencia de un derecho al aborto constituye una mayúscula agresión a la dignidad de las personas y su derecho a la vida”.

Durante la lección inaugural del curso académico 2009-2010 que ha pronunciado, dedicada a ‘Los valores en la vida política actual’, José María Aznar ha afirmado que “todos sentimos como una herida el dolor de millones de personas que, víctimas de un formidable engaño, han perdido su empleo”. En su opinión, “debemos exigir a quienes ocupan cargos de responsabilidad que acrediten algo más que su presunción de inocencia”.

La Cátedra de Ética, Política y Humanidades, creada por la Universidad Católica San Antonio de Murcia en colaboración con la Fundación FAES, contará con otros ponentes de primer nivel como el vicepresidente de la Cámara de Diputados de Italia, Rocco Buttiglione; los ex ministros Jaime Mayor Oreja, Ángel Acebes y Eduardo Zaplana; el presidente de la Región de Murcia, Ramón Luis Valcárcel; o el profesor de la Universidad de Bolonia y consultor del Papa Benedicto XVI, Stefano Zamagni, entre otros.

A continuación, se reproduce íntegramente la lección inaugural de Aznar en la UCAM:

Quiero que mis primeras palabras sean de gratitud por el generoso honor que se me hace al entrar a formar parte de esta Universidad Católica de San Antonio como catedrático extraordinario de Ética, Política y Humanidades. Asumo esta responsabilidad con la voluntad de ejercerla en defensa de los valores y principios en los que siempre he creído y que hoy nos convocan.

Hablar de los valores en nuestra vida política es seguramente una de las tareas más necesarias en la España de hoy. Me parece claro que el debilitamiento de los valores centrales de la buena política se encuentra en el origen de muchos de nuestros actuales problemas.

Sé bien que abordar la actualidad política desde la perspectiva de los valores constituye para muchos una excentricidad. Se equivocan. Es necesario defender los valores centrales de la buena política y hacerlo, como todo, con determinación y con rigor.

En los últimos tiempos España se ha convertido en un país lleno de malas noticias y de peores presagios. La sensación de crisis, de desconfianza y de confusión es muy real y se encuentra más que justificada.

Todos nosotros compartimos la preocupación por nuestro destino como país y todos sentimos como una herida el dolor de los millones de personas que, víctimas de un formidable engaño, han perdido su empleo y, con él, ven cómo se aleja su proyecto de vida y su horizonte.

No es extraño que muchos se debatan entre la perplejidad y la indignación, ni lo es tampoco que se pretendan soluciones inmediatas y remedios mágicos para lo que es mucho más que una simple crisis económica. Créanme si les digo que ese tipo de soluciones mágicas no existe.

Los países no se improvisan, no se construyen solos ni por casualidad. Tampoco se destruyen sin causas ni responsables. Y esa responsabilidad no es sólo del Gobierno, de un mal Gobierno. Ni es sólo de la política.

Los países los construyen las personas que unen, las que son prudentes y constantes, las que actúan con generosidad, con honradez y con transparencia. Y los destruyen quienes dividen, los imprudentes, los que abandonan ante las dificultades, los egoístas, los vividores y los corruptos.

Hoy empiezo a formar parte de una joven comunidad universitaria. Muchos de vosotros, y otros jóvenes que hoy no están con nosotros, probablemente miráis a nuestra nación con extrañeza, sin comprender bien lo que ocurre ni saber qué se puede hacer. Esperando quizás a que nosotros, los mayores, digamos lo que tenemos que decir sobre lo que pasa. Y esperando a que demos el ejemplo que estamos en la obligación de daros.

Entre todo lo que es importante hacer hay algo que importa sobre lo demás: preservar el futuro de España, nuestra nación. Y el futuro se sienta en las aulas. Está en vosotros, los jóvenes. Y de lo que aprendáis a ser en este momento crítico de nuestro país, de lo que sepamos enseñaros dependerá en buena medida cómo y cuándo recuperaremos el rumbo perdido.

Porque hemos perdido el rumbo que nos llevó al éxito histórico de España, forjado durante 30 años y distintos Gobiernos. Todos recordamos ese éxito porque lo hemos vivido y porque ha sido un ejemplo seguido y admirado en todo el mundo. Nos costó mucho lograrlo. Y hemos tardado muy poco en perderlo porque destruir es siempre más fácil que construir.

Precisamente ante vosotros, los jóvenes, y sobre todo para vosotros, es necesario recordar algunas cosas fundamentales sobre la política. Y con más motivo en una institución como ésta, que pretende formar personas, y formarlas en el respeto por algunos valores básicos.

Estamos obligados a volver a lo esencial. Nos lo demanda el momento y nos lo exige el deseo de dejar un legado valioso para España. Debemos retornar a los principios seguros, a las verdades sencillas y a los valores esenciales. Principios, verdades y valores sobre los que debe asentarse el futuro de cualquier nación que pretenda dejar su huella en la Historia. Y yo, para España, no quiero menos que eso.

Queridos amigos, queridos jóvenes:

Podemos mirar la política de dos maneras diferentes: o bien consideramos que hay valores superiores a los que la política debe servir, o bien consideramos que la política decide los valores a los que estamos obligados a servir.

El primer enfoque considera la política como un instrumento al servicio de las personas y, por tanto, encuentra en su dignidad un límite infranqueable y una obligación ineludible. El segundo hace de las personas un instrumento y las pone al servicio de la política, que decide por sí misma cuáles son sus límites y cuál es su sentido.

El primer enfoque es el de la buena política. Yo siempre he intentado adoptarlo, y siempre he combatido el segundo, el de la mala política. Lo he hecho porque creo que cuando la política se pone al servicio de las personas es una de las actividades más nobles y más necesarias para una sociedad. Y porque la Historia ha demostrado que cuando se invierten estos términos las consecuencias pueden ser terribles.

Lo que tiene dignidad no tiene precio porque no existe nada que pueda reemplazarlo: a eso es a lo que llamamos valor. Lo que tiene dignidad no puede ser empleado como un medio para ningún fin, no puede ser moneda de cambio ni formar parte de ningún trato. Las personas tienen dignidad. Su libertad, sus derechos fundamentales -sobre todo a su propia vida- no son negociables. Ésta es la creencia fundamental que anima la buena política, la que se pone al servicio de lo que tiene dignidad.

Para proteger lo que tiene dignidad no necesitamos inventar supuestos derechos sin contenido real, en listas que casi siempre hablan de los colectivos y casi nunca de las personas. Lo que necesitamos, sencillamente, es que el poder se ejerza respetando los límites y cumpliendo las obligaciones que justifican su existencia.

En 1936 la Unión Soviética aprobó una Constitución con la que supuestamente pretendía proteger derechos de todo tipo, incluida la libertad de conciencia, de prensa, de asociación y de reunión. La lista era enorme. Pero en los años siguientes, millones de ciudadanos soviéticos fueron arrestados arbitrariamente y muchos fueron ejecutados. Pronto, la Constitución soviética de 1936 fue conocida como la Constitución de Stalin.

Seguramente ninguno de nosotros se sentiría a salvo en aquel régimen terrible aunque llevara encima un ejemplar de la Constitución de 1936 para mostrárselo a quien viniera a detenerlo. Por el contrario, no creo que nadie sienta esa amenaza en un país que como el Reino Unido carece de una Constitución escrita pero disfruta de las ventajas del Estado de derecho.

Ante un poder que ignora sus límites y sus obligaciones las declaraciones de derechos no valen nada, son sólo una coartada, y las cosas dignas se pierden.

Para empezar, se pierde la libertad, que no puede ser un programa político sino algo anterior y más importante. La libertad no se negocia. La libertad no se pide ni se vota: sencillamente se ejerce. Ésa es la primera condición para merecerla: estar dispuesto a ejercerla. Esta es la razón por la que la buena política es radicalmente incompatible con una negociación política con los terroristas.

Pero “libertad” es una palabra cuya gestión política práctica no es sencilla. No lo es porque la apelación fraudulenta a la libertad se ha convertido con mucha frecuencia en el refugio de la mala política.

Para que pueda ser de todos, la libertad no puede ser absolutamente de nadie, por eso debe hallarse el equilibrio justo entre libertad y orden, y ese equilibrio lo proporciona el Estado de derecho. Sólo mediante sus instituciones la libertad adquiere su verdadero sentido civilizador.

Cuando se actúa siguiendo las reglas de la buena política no es difícil diferenciar cuándo estamos ante la verdadera libertad y cuándo no. Pero cuando no se actúa así, la dignidad de la libertad puede perderse con facilidad.

También es fácil que se pierda la igualdad en su buen sentido, la igualdad entendida como el sometimiento a las mismas normas en las mismas condiciones. Cuando esto ocurre el poder se vuelve arbitrario y avasallador.

Y puede perderse también la paz digna, que es la única moralmente aceptable.

Todos estos pueden ser efectos de la mala política. Efectos de negar la dignidad a lo que la tiene y de padecer un poder que no reconoce límites ni acepta obligaciones.

Queridos amigos, queridos jóvenes:

La relación que un Gobierno mantiene con la actividad ética de sus ciudadanos suele ser un buen indicador de su modo profundo de entender el ejercicio del poder.

La actividad ética de una sociedad siempre constituye un límite a los excesos del poder y, por eso, la reacción que los Gobiernos muestran ante ella puede verse como un sistema de alerta temprana de las buenas o las malas intenciones del poder. La buena política es siempre una política ética. La mala política desprecia los límites éticos. Ante ella debemos estar alerta.

Debemos estar alerta cuando un Gobierno antepone supuestos derechos de los territorios a los de las personas;

Y cuando prefiere que los ciudadanos dependan del Estado a que dispongan de la autonomía personal que les proporcionaría tener un puesto de trabajo.

Debemos estar alerta cuando desde la política se resta valor a la honradez, y se tolera o se minimiza la corrupción.

Debemos estar muy alerta cuando un Gobierno se despreocupa del sistema educativo e ignora todos los informes que le piden un cambio; cuando sólo pretende utilizar el sistema educativo para adoctrinar a los menores, hurtando a los padres su derecho a la educación. Y estar alerta cuando el Gobierno decide determinar, con criterios políticos, la verdad científica o el criterio moral.

Hay que preocuparse y permanecer alerta cuando desde el poder se actúa para oscurecer el juicio de los menores. Porque cualquier decisión significativa de nuestra vida debe ser efectivamente nuestra, y para que podamos sentirla como tal es necesario que hayamos podido incorporar a ella a todas aquellas personas o instituciones cuyo criterio nos importa y cuyo magisterio apreciamos.

Lo que nos es familiar debe contar en las decisiones fundamentales de nuestra vida. Quien lo impide no nos hace libres sino que nos aleja de la verdadera libertad al condenarnos a vivir con las consecuencias de actos que no son del todo nuestros si no pudimos contar con los nuestros.

Los totalitarismos se esfuerzan por sustituir los nombres por los números, o por cualquier término que aleje a las personas de su condición humana.

La quiebra deliberada de los lazos familiares no equivale al borrado de los nombres, pero desde luego se acerca mucho al borrado de los apellidos.

Como afirmó Joseph Ratzinger, “es imposible que el hombre se forme totalmente a partir del punto cero de su libertad. El hombre no parte de cero, y sólo puede realizar lo suyo específico y lo nuevo si conecta con la humanidad que lo precede, lo condiciona y lo modela”.

De lo que se trata es de que esa conexión con lo que nos precede no adopte la forma de una servidumbre sino la forma de un aprendizaje que nos enriquece y que da sentido real a nuestra libertad.

Por esta razón, éste es uno de los errores más graves de la nueva ley del aborto que impulsa el Gobierno: alentar la soledad de los menores cuando más necesitan la compañía de sus padres.

Y junto a este error, otro aún peor que expresa como pocos los efectos de la mala política: pretender la existencia de un derecho al aborto constituye una mayúscula agresión a la dignidad de las personas y a su derecho a la vida.

Es evidente la existencia de un bien jurídico que queda absolutamente desprotegido, contra lo que exige la doctrina de protección a la vida que en su momento estableció el Tribunal Constitucional.

Cuando el poder hace de la infancia su instrumento, cuando asume como principio que es preferible que las instituciones se equivoquen contra la vida y no a favor de la vida, cuando considera como parte de su competencia la erosión de los lazos familiares, cuando todo eso ocurre, es que el poder ha renegado de la ética, ha elegido la mala política y ha perdido su lugar en una sociedad de ciudadanos libres a cuyo servicio debiera estar.

Queridos amigos, queridos jóvenes:

La libertad es la condición de muchas opciones personales legítimas. Lo es de la vida cristiana, que sólo puede ser auténtica si nace de la libertad. Y de cualquier otra opción religiosa no cristiana, o no confesional.

Pero el pluralismo no consiste en aceptar acríticamente cualquier sistema de ideas, sino en reconocer la dignidad esencial de quien las sostiene, que no es lo mismo. Y esto vale para cristianos, musulmanes, judíos y cualesquiera otros, creyentes o no, que quieran formar parte de una sociedad abierta y disfrutar de su protección.

El pluralismo no es un valor asociado al relativismo intelectual o moral, sino un valor asociado a la condición absoluta de la dignidad de todas las personas independientemente de su credo.

El pluralismo, el que fundamenta las sociedades abiertas, no es el resultado de proclamar la imposibilidad de diferenciar lo verdadero de lo falso o lo bueno de lo malo. Porque contra lo que proclaman los posmodernos, hay verdad y mentira. Hay bondad y maldad. Es verdadero el valor de la vida humana, y es bueno el compromiso de su defensa.

Éstos deben ser, en mi opinión, los valores esenciales de la política actual. Sobre ellos se construyen sociedades abiertas y prósperas, exigentes con sus instituciones y capaces de distinguir a los buenos gobiernos de los malos gobiernos.

Sin ellos la jerarquía de principios políticos se invierte, los instrumentos de la política se convierten en los fines de la política, y los fines de la política pasan a ser meros instrumentos.

Una sociedad democrática segura de sí misma no renuncia a los valores sino que los alienta constantemente. Ellos son la mejor garantía de su continuidad y la mayor amenaza para los malos gobiernos.

Queridos jóvenes:

La política no sólo está hecha de valores y de ideas, pero cuando la política carece de valores degenera en corrupción, y cuando carece de ideas degenera en sectarismo. Una política sectaria merece el rechazo ciudadano. Y una política corrupta merece el rechazo ciudadano y el castigo de la Justicia.

La corrupción política traslada la deshonestidad y la indecencia desde las personas hasta las instituciones y daña gravemente la imagen pública de un país. Pero, sobre todo, la corrupción atenta contra el corazón mismo de la buena política. No es sólo lo que se hace sino lo que se deja de hacer, lo que se deja de proteger porque se emplea el poder para un beneficio propio.

Debemos exigir que quienes ocupan cargos de responsabilidad acrediten algo más que su presunción de inocencia. Quien solicita el voto solicita mucho, y a cambio debe dar mucho. Quien pide una confianza especial debe entregarse de un modo especial y responder de sus actos de forma especial. Siempre he defendido y defenderé la existencia de una responsabilidad política más exigente que la mera responsabilidad penal.

Ningún código ético, ninguna vigilancia o control pueden evitar completamente la corrupción. Pero el prestigio del servicio público es esencial para que la corrupción provoque el escándalo que merece. Nunca, en toda mi vida política, he pensado de otro modo ni he actuado de otra forma. Nunca.

La buena política exige sacrificio, capacidad de servicio, renuncias personales a favor de algo más importante que uno mismo. No puede estar basada en banderías o en proyectos personales. Esto es lo que diferencia a los partidos de las facciones: un proyecto para todo el país, una idea del bien común, una firme vocación de servicio.

No olvidéis nunca que la buena política requiere trabajar con dedicación, con constancia, con esfuerzo, con perseverancia, sin perder nunca el rumbo ni el ánimo. La buena política requiere también voluntad de unir y de integrar, así como actuar siempre con justicia y con ejemplaridad. Sólo así se logra esa virtud que los romanos llamaban ‘auctoritas’, una virtud que se gana y no se impone, y que es imprescindible para lograr la adhesión a un proyecto sugestivo de personas libres y responsables.

La política profesional no puede ser una alternativa a los estudios o al aprendizaje de un oficio. No puede ser un medio de vida más. La política no debería ser el oficio de aquellos que no tienen más oficio que la política.

Es esencial que los partidos políticos pongan el máximo esfuerzo en proteger y en alentar las vocaciones políticas auténticas, y lo es también que pongan el máximo celo en detectar y desautorizar a los vividores de la política que a todos nos avergüenzan y nos repugnan.

Sé que hoy la política española no ofrece un escenario atractivo para desempeñar en ella un papel digno. Todos sufrimos por ello. Pero debemos recordar siempre algo sobre ella: cuando menos merezca a los mejores será cuando más los necesite.

No eludáis el esfuerzo, el sacrificio, el trabajo bien hecho. Sed atrevidos y aceptad el riesgo cuando arriesgar sea el camino para vencer los obstáculos. Recordad que sólo en el diccionario la palabra éxito aparece antes que la palabra trabajo. Sospechad del éxito que no es fruto del trabajo.

Estad entre los mejores y no rechacéis nunca la llamada de vuestro país cuando creáis que os necesita. España ni es casualidad ni es imposición. Somos españoles: compartimos la suerte y la responsabilidad de España.

Esa disposición es la que nos da el derecho a querer y la confianza de alcanzar tiempos mejores para España. Tiempos a los que no hay que esperar. Tiempos que hay que conquistar.

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